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Era tan sabia que ningún hombre quería meterse con ella, por más que tuviera los ojos de miel y una boca brillante, por más que su cuerpo acariciara la imaginación despertando las ganas de mirarlo desnudo, por más que fuera hermosa como la virgen del Rosario. Daba temor quererla porque algo había en su inteligencia que sugería siempre un desprecio por el sexo opuesto y sus confusiones.
Pero aquel hombre que no sabía nada de ella y sus libros, se le acercó como a cualquiera. Entonces la tía lo doto de una inteligencia deslumbrante, una virtud de ángel y un talento de artista. Su cabeza lo miró de tantos modos que en doce días creyó conocer cien hombres.
Lo quiso convencida de que Dios puede andar entre los mortales, entregada hasta las uñas a los deseos y ocurrencias de un tipo que nunca llegó para quedarse y jamás entendió uno sólo de todos los poemas que la tía quiso leerle para explicar su amor.
Un día, así como había llegado, se fue sin despedir siquiera. Y no hubo entonces un solo atisbo capaz de entender qué había pasado.
Hipnotizada por un dolor sin nombre ni destino se volvió la más tonta de las tontas. Perderlo fue una pena larga como el insomnio, una vejez de siglos, el infierno.
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Ángeles Mastretta. Mujeres de ojos grandes.
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