Despertó y extendió su mano para tocarla, pero ésta no encontró nada, se sobresaltó y se sentó de golpe en la cama; se tranquilizó al verla parada frente al enorme ventanal de la cabaña; la vió hermosa como el sueño perfecto que aveces le parecía que era, la luna la envolvía con su luz y ella apenas cubierta con una manta que le dejaba ver la espalda desnuda parecía sumida en sus pensamientos, estaba inmóvil, intacta; él no pudo dejar de pensar en enumerar todas las cosas que le gustaban de ella: su aniñado dramatismo, su risa contagiosa, su caótico dialogo, su ingenio, su enorme imaginación, su despreocupada sensualidad... No resistió más y la llamo por su nombre, rompiendo el hechizo que la envolvía. Se levantó de la cama, se dirigió hacia ella, la abrazo por la espalda, hundió su cara en su negro y enroscado cabello. Ella se volvió hacia el, le abrazo y le susurró al oído, - ¡Nunca me dejes ir!-.